II
Es así como ya llevo viviendo en esa casa todo este tiempo, a unos cuantos días de graduarme he irme a hacer mi internado lejos de aquí. En el transcurso de los años que he vivido con Pedro le he leído tantas cartas y libros que ya perdí la cuenta. Y es que es difícil mantenerse al día, casi siempre llega con uno diferente para almacenarlo en su librero que desde hace mucho dejó de tener cupo. Nunca podré olvidar su cara mientras le leía, cómo apretaba sus ojos imaginando, visualizando y sintiendo cada una de mis palabras, descansando una mano en el brazo del sillón y con la otra acariciando la cabeza de su perro, adivinando él mismo mi sentir en cada una de las frases que iba citando y lo que éstas iban moviendo en mí. Él sabía las expresiones que mi cara hacía, supongo que las deducía por el tono que yo mismo le daba a las palabras.
Entonces se esperaba hasta el último momento, hasta el último punto impreso, después daba una fuerte respiración y se levantaba de su sillón. Otra regla que aprendí en ese tiempo de vivir con él, era que no podía mover nada de su sitio, todo estaba medido para su mejor desplazamiento, él sabía donde estaba todo. En su recamara había una cama sencilla, un buró con flores que le mandaba la vecina del siete y que llenaba con su aroma toda la habitación, por último una mesa donde una maquina de escribir vieja llenaba el silencio de la noche, ese impenetrable silencio de la noche. Siempre llamó mi atención una vela que usaba y que se encontraba al lado de sus papeles y de su maquina de escribir, cuando le pregunté que para qué la usaba me dijo que era para sentir el calor en la cara mientras escribía en la ruidosa maquina, esa misma que muchas veces no me dejó dormir y que hizo la función de incesante gotera, penetrando en la oscuridad de ambos, cuando en ambos no había más luz que la de nuestros sueños, cuando él soñaba despierto y yo... yo simplemente soñaba. Pero estaba recordando que después de esa lectura diaria Pedro se levantaba de su sillón, tomaba su sombrero y salía, varias veces intenté ayudarlo y acompañarlo, pero él nunca me dejó, decía que no quería malacostumbrarse a la compañía de alguien, y sólo quien vive con un cieguito lo entiende, y de hecho sólo había una cosa que le molestaba, el que lo llamaran así, cieguito, decía que ese diminutivo no lo haría ver más ni lo haría ser menos ciego.
El perro se llamaba Hemingway, alguna vez había hecho el trabajo de perro guía, pero después del accidente en donde se había lesionado la pata trasera, se había convertido en un compañero más de cuarto y de vida para Pedro, después de eso decidió ya no tener otro. Fueron muchas las veces que miré a Pedro irse y regresar después de la lectura diaria, y aunque no lo veía en su trayecto sabía cómo era éste. Me imaginaba que cuando la puerta se cerraba detrás de él bajaba las escaleras cautelosamente, ya en la calle daba un respiro y se ponía sus sombrero, en esas tardes caminaba con el sol y el viento en contra, golpeándole la cara. Nadie en la calle lo conocía, nadie sabía nada de él, ni su nombre ni si prefería la compañía de los hombres o de las mujeres, o si su Dios era el que prometía un paraíso o el que lo hacía sentir culpable. Mientras caminaba su bastón era una extensión más de su mano derecha, tanteando el camino en busca del menor obstáculo. Pedro sabía que la gente lo miraba, él sabía que nadie le sonreía, pero por estos días eso es señal de que todo estaba bien, algunos desviaban su mirada a lo largo de su pelo entrecano, y ya pasando desapercibido por los demás él se sentía aceptado. Mientras seguía caminando (y por la manera en cómo se desplazaba, hacía suponer que conocía de memoria el adoquín de la calle) respiraba profundamente el dulce que comenzaba a llenar el aire proveniente de un puesto de garapiñados en la esquina, me imagino que ahí era cuando sonreía y respiraba más profundamente, a la vez que ese sol que golpeaba y entibiaba su cara era incapaz de deslumbrarlo. Siempre se me ha hecho curiosa la forma y los objetos en donde las personas depositan su fe. Pedro iba racionando su fe a lo largo de su camino, en su bastón, alguna vez en Hemingway, en la gente que le daba su cambio en billetes, en quien lo ayudaba a cruzar la calle y se ganaba el cielo con su buena acción del día, él tenía la confianza plena y muy ciega en todos quienes lo rodeaban. Eso también era clásico en él, servirse de su ceguera para hacer bromas y divertirse con su situación. Alguna vez me contó que gracias a eso le estaba permitido cometer cientos de errores, cuando sabía que había hecho algo malo sólo decía que lo disculparan, que nunca veía lo que hacía.
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Cuando te sueltas 1/7 http://leerparacreer2010.blogspot.mx/2012/03/cuando-te-sueltas-17.html
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