Ella salía en las tardes, justo antes de que anocheciera,
justo cuando el aire era limpio y todos los sueños comenzaban a salir de su
lugar de origen.
No tengo mucho que decir, es por eso que me cuesta tanto
hablar de la tarde en que la conocí, en que la miré caminar por la orilla de la
playa, algunos dirían que perdida en sus pensamientos, absorta en sus
recuerdos, creando en su mente complejas historias de amor y fantaseando con
mil futuros posibles al mismo tiempo. Mientras caminaba escribía nombres en la
arena que el mar iba borrando, cerraba los ojos y levantaba la cara para qué el
tenue sol de un atardecer a punto de convertirse en noche, le disipara sus
pensamientos más profundos, esos que sólo la brisa que la despeinaba era capaz de interpretar.
Yo la veía ir y venir, siempre por la orilla, como quien se
tambalea entre la realidad y la fantasía, a punto de que el mar tocara sus pies,
mientras yo, simple espectador de su complejidad, imaginaba todo lo quien su
mente podría estar sucediendo en ese momento. Y entonces controlaba el impulso de
acercarme y tomarla de la mano, para acompañarla, para perderme a su lado, para
tomar de ella un pensamiento y atarlo a un hilo para caminar con él y nunca
perderle.
Algunos dirían que ella sólo salía a caminar, yo la veía y pensaba: me
encantaría acompañarla mientras sale a pasear a sus mariposas, al tiempo que su corazón le sigue creciendo.
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